Ferrara, un día en la ciudad más apacible de la Emilia Romagna
Planear una visita a una ciudad desconocida no es tarea fácil en lo que respecta al tiempo que dedicar a cada actividad, por mucho que Internet nos lo haya puesto mucho más fácil. Cada persona es un mundo, tiene sus preferencias y manías. A veces se acierta, otras no. Lo bueno de las segundas, es que siempre queda la posibilidad de volver a visitar de nuevo esa ciudad que hemos dejado «a medias» por falta de tiempo. Algo así me sucedió en Ferrara.
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La visita estaba planeada para un día, aproximadamente, y aunque lo exprimimos al máximo, hay cosas que tendré que descubrir en viajes posteriores. Por ahora, se agradece haber podido disfrutar de una ciudad que, por muy pequeña que sea, guarda mucha Historia en su interior.
El primer contacto con Ferrara fue a la salida de la estación de tren, situada en la zona moderna de la ciudad, la cual no me causó gran impresión. Era como cualquier ciudad pequeña, con espacios verdes, sus edificios y comercios, sus calles anchas y asfaltadas…
Normal.
A lo largo del camino de unos 15 minutos hacia el casco viejo, no hubo grandes cambios. Algunos edificios comenzaban a ser de piedra, pero poco más.
De repente, a mano derecha, se alzaba el imponente Castillo Estense, digno de un cuento de aventuras, con su foso lleno de agua, sus torres y cañones, sus puentes levadizos y sus mazmorras. Solo le faltaba el dragón. Había sido construido hacia finales de la Edad Media, y ahí continuaba, sorprendiendo a los que pasamos por delante de sus murallas.
En el interior, a lo largo de una exposición que contaba la historia del castillo y de la familia Este, la más poderosa asociada a Ferrara, se habían colocado espejos estratégicamente para no perder detalle de los frescos en techos y paredes. Además, los vigilantes eran un plus que todo turista aprovechaba. Muchos se divertían charlando con los visitantes, explicándoles anécdotas que no aparecían en los expositores y haciendo malabares entre el inglés y el italiano, principalmente (aunque alguno se atrevió un poco con el español).
Pero lo más entretenido se ocultaba en los calabozos.
Pequeñas celdas bajas y estrechas, o amplias y de techos altos; todas ellas con dos denominadores comunes: puertas macizas y gruesas, de hierro, que aún hoy podrían dejar a gente encerrada; y frases escritas de las maneras más ingeniosas en las paredes por los presos a lo largo de los siglos y legibles actualmente sin mayor dificultad… Y hay que admitir que, echándole un poquito de imaginación (no hacía falta mucha), la escena resultaba inquietante.
Las puertas del castillo apuntan en dos sentidos opuestos:
-A la zona Sur, hacia el centro del casco viejo, donde se puede visitar la catedral, con pequeñas construcciones medievales adosadas que se usan como tiendas; las plazas y callejuelas empedradas; estatuas como la de Girolamo Savonarola (de aspecto algo tétrico y amenazador, casi se le oía predecir algún que otro apocalipsis); y al final, la gran muralla de Ferrara.
-Y a la zona Norte, cuya construcción Ercole I d’Este promovió, dándole el nombre de Addizione Erculea (una reestructuración urbana de acuerdo con las necesidades de la nueva era renacentista, en la que primaron las calles espaciosas y rectas para facilitar transporte, comercio, movilidad de tropas y lo que fuera necesario). En ella, el Palazzo dei Diamanti (Palacio de los Diamantes) llamaba desde lejos la atención por su curiosa fachada geométrica. Pasando al interior, coincidió una exposición sobre el poema épico de Ludovico Ariosto titulado Orlando Furioso, muestra llena de todo tipo de objetos relacionados con la época en la que fue escrito, así como con la aventura en sí, separando historia, ficción y mito. Y al final, otra vez la gran muralla que rodea a Ferrara.
Era imposible irse de la ciudad sin haber recorrido su muralla, que sobrevive casi en su totalidad. Un paseo al atardecer ponía un magnífico broche final a la visita, entre árboles y construcciones de más de 500 años de antigüedad. La gente alrededor, de todas las edades, disfrutaba de las vistas de la ciudad medieval desde lo alto de los muros centenarios.
Para tratarse de una ciudad pequeña, de no más de 140.000 habitantes, había mucho que ver y gran variedad de opciones para elegir. No parecía haber gran afluencia de turistas, pero se notaba el dinamismo de los residentes. Los museos no estaban atestados, aunque la afluencia era continua y resultaba difícil quedarse solo en una sala.
En el exterior, quizá lo más incómodo era tener que estar continuamente controlando las bicis que pasaban, pues casi todo el mundo en Ferrara utiliza ese medio de transporte. Resultaba curioso, por ejemplo, observar gente mayor (rondando los 70 años) llevando la compra (o a la/s mascota/s) en la cesta de la bicicleta, abriéndose paso a golpe de timbre entre los viandantes y frenando para charlar con algún vecino de camino a casa. Más aún cuando uno se percata de que el suelo es empedrado “nivel experto”.
Hubo algún tropiezo que otro por culpa del suelo irregular, la ausencia de carriles para bicicletas o la costumbre de los jóvenes de atravesar zonas peatonales no muy anchas y bastante abarrotadas a demasiada velocidad. Incluso empezamos a ver los rotos de los vaqueros como producto de las caídas, más que de la moda.
De cualquier manera, la experiencia mereció y merece la pena. Definitivamente, Ferrara es mucho más que una visita de un día, sobre todo si superas el reto del paseo en bici de calle (ruedas finas, que si no, no vale) por sus avenidas y callejuelas empedradas.
Guía práctica para visitar Ferrara:
- Dónde dormir
- Hotel de Prati 3*. Sencillo y muy agradable hotel en el centro. Muy recomendable.
- Cómo llegar en transporte público:
- Desde Bolonia hay trenes durante todo el día. Entre 30 minutos y 1 hora de trayecto según tren.
- Desde Módena en tren, pasando por Bolonia, entre 1 hora y 1 hora y media.
- Desde Mantua (1,5-2,5h), Verona (1,5-2h) y Padua (1-1,5h).
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- Turismo de Ferrara
- Turismo Emilia Romagna
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