Gante, una pequeña historia de deseos encontrados
Gante. Hermosa, vibrante, alegre, juvenil… Entre tantas piedras, conserva calidez; sus gentes son divertidas y amables; y se ha convertido, con derecho, en la joya de Bélgica (por mucho que Amberes sea la capital de los diamantes).

Una amistad, de esas de toda la vida, con motivo de mi inminente visita a la ciudad, me contó la notable experiencia que tuvo allí, que quizás roza un poco el delirio, pero edificante. O al menos, así lo consideré al escucharla.
Viajar a Gante había sido uno de sus sueños, desde siempre, y cuando se le presentó la ocasión, decidió presentarse allí, maleta en mano, principalmente movida por la pasión por el arte (sobre todo antiguo) que, a falta de tiempo y suerte para convertirlo en su forma de vida, transformó en hobbie.
De tal modo, había preparado un itinerario que recorría museos y edificaciones varias, centrándose sobre todo en la pintura flamenca, de gran importancia entre los siglos XV y XVII.

De camino al centro cultural de Gante, de repente, se topó con un extraño callejón peatonal que brillaba en llamativos colores. Algo pulsó en su mente, obligando a su cuerpo a acercarse y leer el cartel que nombraba la calle: Werregaren.
Hasta lo que alcanzaba la vista estaba oscuro… y olía un poco raro. No obstante, la curiosidad fue mucho más fuerte. Casi asaltó la estrecha callejuela. La atravesó mirando continuamente en derredor pero sin detenerse mucho y, al llegar al otro extremo, ¡plof! Mitosis.
Así, como lo digo. Igualito que Sheldon Cooper en The Big Bang Theory, pero por otras razones. Resulta que una parte de su ser quería continuar y admirar obras flamencas como el Políptico de la “Adoración del Cordero Místico”, pero otra se había quedado obnubilada con aquel pequeño pasadizo de fantasía. Y los dos deseos opuestos habían engendrado seres iguales, pero de impulsos contrarios.
Uno de ellos se apresuró hacia la Catedral de San Bavón, envuelta en niebla y misticismo, imponente incluso vestida de andamios. En una sala oscura se erguía el retablo abierto de casi seiscientos años creado por los hermanos van Eyck. De colores todavía intensos, y dividido en una docena de imágenes, representaba la narración de un tema bíblico, como la mayoría de retablos europeos. Solo que este era de los más grandes conservados.

Mucha gente se agolpaba lo más cerca posible de la obra artística, audioguía en mano, embelesados con la compleja historia sobre la redención humana por el sacrificio de Jesús. Todo era cuidadosa simbología, de gran interés. Pero la gente escuchaba unas pocas explicaciones, se acercaba a la obra y se hacía una foto con ella. No la inspeccionaba, ni buscaba sus secretos, sus curiosidades… Hasta se olvidaba de que no era un cuadro plano al uso. Y nadie se dignaba a echar un vistazo a las representaciones situadas por la parte de atrás con la intención de hacerse una idea del aspecto que habría tenido el retablo cerrado.
Aquella catedral estaba repleta de obras magníficas. Rubens y su maestro, Otto van Veen, también habían dejado su impronta en los ganteses. Y el tiempo corría.
De allí, saltó al campanario de Gante, con su dorado dragón (gulden draak, como la cerveza), sus campanas y sus vistas de la ciudad. Luego se plantó en la iglesia de San Nicolás, en la que descubrió un hermoso rastrillo lleno de literatura, arte y gusto en general. Atravesó canal tras canal hasta llegar al imponente Castillo de los Condes, donde se le pusieron los pelos de punta con la exposición de instrumentos de tortura que se desplegaba ante sus narices. No sabía por qué, pero no pudo evitar pensar que aquella visión habría deleitado más a su “otro yo”, el de los graffitis.

Entretanto, en el callejón Werregaren, la otra parte de la mitosis se pegaba a las paredes y las oía respirar. Veía cómo cambiaban ante sus ojos. Evolucionaban. Las pinturas más viejas dejaban paso a otras nuevas, los colores que se iban perdiendo se recuperaban, los temas que se quedaban obsoletos eran sustituidos por los que estaban en el candelero. ¡Cuánto conocimiento encerrado en tan escasa superficie! ¡Cuánta destreza! Entre sonido de timbres de bicicleta, encontró a un grupo de jóvenes ganteses a los que preguntar si conocían más lugares como aquél en la ciudad. Por supuesto: el parque Keizer (Keizerpark), la callejuela Tempelhof o la calle Bastion (Bastionstraat).
Un día no era suficiente para desentrañar todos los misterios de Gante, ni dos. Y demasiado pronto tocó partir. Ambas mitades no sabían cómo volver a ser unidad de nuevo. Una deseaba volver a casa y contar lo que había aprendido a todo el que quisiera escuchar. La otra optó por quedarse en Gante. Realizaría un seguimiento de la evolución continua de los graffitis.

“Fue un arreglo más que aceptable para ambas”, me dijo ya al final de su historia. “Tenemos interesantes charlas sobre arte, de dónde viene y adónde va, me ha dado una maravillosa excusa para visitar Gante todos los años, siempre hay algo nuevo, ¡las calles de graffitis cambian a cada visita! Y yo he ganado una hermana. Una gemela”.
Probablemente mi experiencia en Gante no vaya a ser tan extraordinaria o loca como la de mi amistad, pero no estará carente de emociones y diversión. Quiero ver brillar esa joya bajo el sol belga y poder decir que yo también la he vivido.

Guía práctica para visitar Gante:
- Qué visitar
- Campanario de Gante, Belfort
- Castillo
- Catedral de Gante
- Max, gofres clásicos desde 1839
- Dónde dormir:
- Novotel Gent Centrum 3*. Hotel situado en pleno centro con la calidad de un categoría superior.
- Turismo de Gante
- Turismo de Flandes
Jo, qué bonito Nina, me ha encantado la mitosis gantesa… ?