Romería Vikinga de Catoira, los vikingos invaden Galicia

ÚR-SU-LA! ÚR-SU-LA! UH! UH! UH! bramaban los vikingos desde sus drakkars mientras remontaban el río Ulla, la vía más rápida para conquistar toda Galicia. Pero a diferencia de hace diez siglos, esta vez los vikingos tomaron tierra y conquistaron tanto la fortaleza como las torres en una orgía de gritos y violencia en su búsqueda del vino tinto del Ulla y de los mejillones de la ría de Arousa, en vez de ir cortando las cabezas de los pobres campesinos. Los tiempos están cambiando, que cantaba Dylan.

Y es que los vikingos del siglo XXI se comportan un poco mejor que los de antaño, ya sea pasando lista para ver quién se sube en los drakkars o teniendo la sutileza de sólo manchar de vino a la gente presente, nada de clavar espadas o aplastar con el mazo.

Será que esto es una fiesta, o romería como se suele decir en el norte, y en ella los vikingos son los jóvenes y no tan jóvenes de Catoira que por unas horas quieren pasárselo muy bien haciendo el salvaje con el casco cornudo en la cabeza, el mazo en una mano y en la otra el cuerno a rebosar de vino para mantener el equilibrio.

Esta fiesta surgió en 1960, cuando los miembros del foro artístico y literario del Ateneo del Ullán decidieron rememorar los fallidos desembarcos vikingos que tuvieron lugar entre el siglo IX y X en las tierras del Ulla, la puerta a conquistar toda Galicia, ya que este río llega directamente hasta Santiago de Compostela, la capital de la región.

Pocas ediciones hicieron falta para que toda Catoira se volcara con la fiesta, llegando a convertirse en Fiesta de Interés Turístico Internacional en 2002, al contar con réplicas auténticas de barcos vikingos, como el Torres del Oeste, copia del Skuldelev 5, encontrado en el fiordo Roskilde de Dinamarca, o el llamado Frederikssund, adaptación del Gokstad encontrado en Noruega, y que lleva este nombre en honor al hermanamiento con la villa de mayor tradición vikinga de Dinamarca.

El desembarco es sin duda el momento cumbre de esta romería, pero la fiesta empieza mucho antes. Durante toda la semana hay actividades, con la Semana del Teatro Vikingo, encuentros literarios, o la cena vikinga del sábado, donde es imprescindible entrar acorde con la época, es decir, disfrazado de vikingo, campesino o algo que te haga parecer de hace más de 10 siglos.

Empanada, mejillones, pulpo a feira, churrasco y bica, todo ello aderezado con mucho vino tinto y algo de cerveza, es la combinación ideal para empezar con fuerzas la larga noche que queda por delante, en la que hay tanto un espectáculo místico de fuego y brujería sobre Galicia y sus tradiciones, como conciertos de música actual.

El verde prado de la orilla del río es muy cómodo para dormir o plantar la tienda de campaña, así que no hay que irse muy lejos para pasar la noche y recibir a los vikingos al día siguiente pasado el mediodía.

Desde un par de horas antes del desembarco, la gente se agolpa en las bonitas ruinas de las Torres del Oeste y de la capilla del Apostol, los restos que quedan de aquel Castellum Honesti que mandó construir Alfonso III de Asturias, El Magno (también fue orden suya la construcción de la basílica del Apóstol de Santiago de Compostela, precursora de la actual Catedral) allá por el siglo IX, con la intención, y el éxito, de repeler los ataques vikingos y piratas de aquellos tiempos.

Mientras, en un muelle cercano, los vikingos que aún pueden andar van subiendo, entre gritos y exhibiciones de fuerza, a alguno de los cuatro drakkars dispuestos a desembarcar en las Torres del Oeste.

Las grandes velas rojas y blancas se ven a lo lejos, mientras poco a poco se empiezan a oír los toques de cuerno y los reclamos a la dichosa Úrsula, señal inequívoca de que los vikingos se aproximan. Los drakkars son un hervidero de actividad, con unos remando, otros empuñando sus espadas, y otros subidos al palo mayor.

Al llegar a pocos metros de la costa, los más osados se lanzan al agua, tales son sus ganas de llegar a tierra y saquear los barriles de vino, no sin antes divertirse rebozándose unos con otros en el lodo y mojando a cuantos se les acerquen. Si llevan cámara, puntuación extra.

Su objetivo principal son los puestos de mejillones gratis que estuvimos disfrutando los asistentes a la romería, y ahora es su turno de engullirlos. Los más veteranos, ataviados con escudo, lo usan a modo de bandeja, para así tener su propia ración sin empujones.

El vino tinto vuela por el aire, estrellándose contra las caras de aquellos incautos que tratamos de mezclarnos entre los vikingos, cuya sed no se sacia por más que vacían barriles con el apreciado caldo. Para aplacar su ira, sólo les queda destruir los indefensos barriles, demostrando su furia.

Poco a poco los ánimos se van calmando, momento de volver a comer, y es que parece que esto más que una invasión vikinga es una veneración al dios Baco. La romería va llegando a su fin, con el estómago bien lleno, así como las tarjetas de la cámara, en una fiesta que brilla por su espectacularidad aunque no pretenda ser, ni de lejos, una recreación histórica, y a pesar de lo antiestéticos puentes que rodean a las Torres del Oeste, que no dejan olvidarte ni por un momento que sigues en el siglo XXI.

Con todo ello, esta fiesta es muy divertida y agradecida para el estómago, sobre todo si vas con los cuernos en la cabeza, y aunque no sepas quién es Úrsula, gritarás su nombre hasta la afonía: ÚR-SU-LA! ÚR-SU-LA! UH! UH! UH!